El acantilado de hierro
La poesía de John Gualteros se presenta como un poderoso relato genésico y a la vez apocalíptico, una extraña paradoja en que la desmesura de su genio creativo nos invita a ser testigos del inicio de los tiempos, un huevo alquímico, espirales perlados y bestias celestiales en parajes inefables; a la vez, somos conminados al acto de cierre, el vuelo de un ángel vengador y una estrella en su ocaso, el fin de todo y una megalópolis de hierro y contaminación. La atmósfera pesadillesca se erige como una enorme máquina, mundo horno, o la Gehena en que se libra la Gran Guerra al compás de las locomotoras de uranio.
Parte del viaje es trazado con el acantilado de hierro como centro, la tentación de salteadores y poetas, un sitio voraz y exótico que lleva al trashumante lector a las puertas de la demencia. Poderosa imagen, la del tráfico de notas escritas con sangre y que son devoradas al menor descuido. El autor tienta a sus destinatarios. No deben distraerse al escrutar las cuatro estaciones que componen el libro.
En su poesía resuena un eco místico, el hablante atisba su propia muerte aterida a un tránsito que parece escribirlo, en una especie de autoprofecía que emana de sus entrañas. La voz se encuentra inmersa en su propio Aleph, habita la pirámide que es su cuerpo y se pronuncia en un devenir exotópico, un desdoblamiento que lo conecta con el éxtasis de la palabra, todo a fin de ver: el tejido colorido que regalan los dioses / después del paso por el sendero de la muerte.
El tránsito al que nos conmina la poesía de Gualteros, no está exento de la picardía del coloquio que se experimenta en los mercadillos y puertos: Una anciana me muestra sus dientes / en una habitación de colchas manchadas / por agrios sudores y melancólicos estandartes.
Allí radica otro contraste mágico, pues en notables momentos su poesía nos recuerda lo elevado, el discurso de las alturas asimilable a los grabados y la lírica de William Blake, aunque también da lugar al canto de sirenas que tienta a marinos y oscuros linyeras, las viejas crónicas de viaje resuenan, como si estuviésemos ante cartas portulanas edificadas por una voz que se desenvuelve sin problema, entre lo contemporáneo y un pasado remoto, un ojo invencible que no parpadea y que no teme confrontar el recuerdo de su propia muerte.
Daniel Rojas Pachas
Leuven, 2025