La resistencia
Entre el miedo y la esperanza
Prefacio
Se ha dicho muchas veces que la guerra termina cuando callan los fusiles. Pero quienes conocen la tierra castigada por el viento salino saben que la verdadera herencia de la violencia es el silencio: los pueblos quemados en la memoria, los nombres no dichos, los hijos arrastrados en un éxodo triste.
Este libro no narra la gloria de un combate victorioso ni la épica de un frente de batalla. Narra la consecuencia más sorda y más cruel: la huida. El desarraigo. La vida suspendida en un limbo de muelles, cuartuchos y pensiones baratas.
Porque cuando llegó la represión, muchos no murieron en fosas anónimas ni resistieron con fusiles al hombro. Muchos cargaron a sus hijos, tomaron a sus mujeres de la mano y se perdieron por caminos polvorientos para no ser atrapados. La historia de ellos no suele escribirse: es demasiado común, demasiado humilde. Pero es la más importante.
Los que huyeron no buscaban gloria sino sobrevivir. Hallaron trabajo duro y salarios mermados. Soportaron humillaciones y silencios cómplices. Comieron el pan de la limosna o del contratista abusivo. Se mezclaron con otros igual de rotos, y de a poco aprendieron a confiar.
En el puerto que los cobijó no había libertad plena, pero tampoco la muerte acechante del terruño invadido. El miedo se disfrazaba de conveniencia: calla para conservar el trabajo, agacha la cabeza para no ser señalado. No había tortura, pero sí hambre. No había interrogatorios, pero sí delatores.
Aun así, en aquel exilio interno surgieron también gestos nobles. Una mujer que compartía su escaso pan. Un viejo que enseñaba a los más jóvenes cómo soportar el ritmo del muelle. Un maestro que, con solo mirar, prometía algún día volver a dar clases. Y entre ellos, amores improbables, como el de Laura y Juan Mellado, que encontraron uno en el otro el único país seguro.
Pero tampoco conviene idealizar. No faltaron la violencia ni la vergüenza. Hubo abusos que se callaron por miedo, venganzas que se planearon y no se cumplieron por temor a represalias. Hubo pactos de silencio necesarios para proteger la vida, aunque dolieran como traiciones.
Por eso esta no es la historia de héroes incorruptibles, sino de sobrevivientes. De hombres y mujeres que aceptaron el destierro para salvar a sus hijos. Que trabajaron hasta el cansancio para juntar el pasaje de vuelta. Que se sentaron noche tras noche a decidir si seguir juntos o separarse. Que se preguntaron, ya seguros, si todavía tenían un hogar al que regresar.
Y cuando llegó la amnistía —tardía, incompleta, dictada más por conveniencia que por justicia—, muchos no supieron qué hacer. Porque volver no era sencillo. Porque la casa podía estar quemada, el amigo muerto, el vecino convertido en enemigo. Porque el dolor había echado raíces.
Pero finalmente volvieron. No con la frente altiva ni con promesas de venganza, sino con el único propósito de recuperar su dignidad. De criar a sus hijos sin esconderse. De mirar el campo seco y decir: Aquí nos quedamos.
Escribir esta historia es un intento de dar voz a esa multitud silenciosa. De nombrar a quienes regresaron para reconstruir, con manos temblorosas, un país roto. De reconocer que la resistencia no siempre empuña un fusil, sino que a veces se resume en no dejarse morir de vergüenza o de hambre.
Quien lea estas páginas no hallará un desfile de victorias. Hallará derrotas cotidianas, humillaciones discretas, amores tenaces y dignidades recuperadas de a poco. Hallará el verdadero costo de la represión, que no se paga solo con sangre sino con años de vida suspendida.
Y hallará, sobre todo, la promesa callada que se hicieron quienes sobrevivieron: Que no nos borren. Que nunca más tengamos que huir.
Ese es el motivo de este libro.